Muchas críticas y defensas se han vertido en un tema que suele ser tan doloroso, como complejo, pues a lo largo de la historia, desde que se registraron sus primeros pasos, no se ha logrado un consenso generalizado respecto a los efectos, beneficios y consecuencias de implementar sistemas tributarios.
No es ningún secreto para quienes hemos sido partícipes o escuchas de algún debate al respecto, que el principal argumento a su favor–-de quienes defienden la existencia y agresividad de los sistemas tributarios, claro está–es la necesidad que tienen los sectores económicamente vulnerables de ser estimulados o en su defecto sostenidos por el resto de la ciudadanía económicamente activa. Hoy me he dado cuenta del disparate aquí narrado.
Voy a evitar entrar en conflictos éticos y morales al respecto, voy a referirme únicamente a la parte tangible de esta disputa y voy a adelantar la conclusión a la que he llegado: los impuestos solo producen más pobres.
Cuando se anuncia el incremento de un impuesto, sea directo o indirecto–-aplicado directamente al contribuyente y su nómina o permeado en algún producto o servicio, dicho en palabras claras–-uno piensa que los sectores específicos son quienes van a verse afectados directamente, cuando no suele ser así, para nada, jamás.
Pongamos de ejemplo el aumento en el IEPS a los refrescos y bebidas azucaradas
En principio uno pensaría que tanto productores como consumidores serían quienes cargarían con el agregado extra, dejando indemne al resto de la población–esté o no relacionado con el giro comercial o la ingesta del mismo–¿No? Bueno, es un poco más complicado.
Cuando se decreta un impuesto indirecto como en el caso descrito, quienes producen tienen dos opciones para responder: o aumentan el precio del producto en cuestión trasladando el agregado extra directamente al consumidor o ven la manera de absorber el costo, teniendo que recortar gastos.
En la primera opción podemos decir que la empresa puede seguir operando sin grandes cambios a riesgo de que el incremento sea lo suficientemente importante para generar una baja en sus pérdidas o en la lealtad de sus clientes. En la segunda opción, este ahorro puede venir de la búsqueda de mejores rutas de transporte, de la búsqueda de proveedores más accesibles o de la automatización de procesos–que también crea fuentes de empleo, pero de otro tipo de especialidad.
A estas alturas seguramente ya notaron el por qué del título elegido para este escrito y de cómo llegué a la conclusión antes mencionada, pues muy probablemente ya se han dado cuenta de quién es el afectado directo de todo esto.
Sí, desafortunadamente, son las personas de bajos ingresos: quienes por unos centavos más ya no van a vender la misma cantidad de bebidas en su discreta tienda de abarrotes, quienes tiene altas posibilidades de ser despedidos en los grandes recortes, a quien cada peso le cuesta, le duele y lo vive al día.
Las empresas tienen mecanismos para hacer frente a los impuestos y sobrevivir–situación que beneficia a todos pues de las quiebras y expropiaciones sólo surgen miserias generalizadas– así como los sectores gravados.
Es decir, cuando se impone un impuesto, bajo la bandera que sea, quien termina afectado de formas mucho más violentas es quien menos tiene, quien a duras penas intenta salir adelante sólo para encontrarse con formidables obstáculos, complicados, que sólo hacen más eterno el círculo de pobreza vuelto, situación que deviene, incluso, en un problema generacional con el que poco se puede hacer.
¿Cómo esperan que la gente salga adelante si sólo se dedican a castigar su productividad y el resultado de esta? ¿Cómo se atreven a prometerles despensas, ayudas o dádivas que serán financiadas con su futuro y patrimonio?
Y es la misma historia macabra para cada impuesto nuevo o aumento en su gravamen, desafortunadamente. Al Estado, en su infinita avaricia, se le olvida que en este país cada peso, o centavo, puede hacer la diferencia entre comer y pasar hambre.