El lenguaje inclusivo está en boca de todos. Sus más aguerridos defensores promocionan su empleo como una estrategia para erradicar prejuicios machistas o sexistas. La estrategia tiene un por qué intuitivamente persuasivo: nuestro lenguaje entraña formas de visualizar al mundo que no siempre aparecen a la vista consciente. Si aceptamos esa premisa, podríamos aseverar que existe la probabilidad de que en los genes de nuestro lenguaje estén escritos una serie de prejuicios que dan pie a relaciones sociales moralmente reprobables.
Y entonces la estrategia del lenguaje inclusivo sería similar a realizar una operación de ingeniería genética sobre nuestro lenguaje para desechar los genes responsables de comportamientos indeseables. Si esta es la estrategia más eficiente para corregir comportamientos sexistas o machistas, o si esta es una hipótesis con suficiente respaldo empírico, son cosas que los defensores del lenguaje inclusivo no se han preocupado por responder con rigor. Una alternativa a cambiar nuestro lenguaje para corregir comportamientos indeseables es promover el respeto y la tolerancia hacia distintos estilos de vida; si la alternativa es menos costosa y más eficaz, es algo que los defensores del lenguaje inclusivo no han querido demostrar.
Hay quienes reprueban el lenguaje inclusivo, amparados por un argumento de autoridad: denuncian que el lenguaje inclusivo no se corresponde con los cánones observados por la Real Academia de la Lengua Española (RAE) y concluyen que esa carencia de correspondencia justifica que olvidemos el caso del lenguaje inclusivo en el cesto de la basura.
Tanto los defensores del lenguaje inclusivo como los detractores amparados en la RAE pasan por alto un asunto de capital importancia en sus discusiones: presuponen que el lenguaje es una institución construida sobre un fundamento racional. Sobre este presupuesto edifican sus argumentos. Aceptado ya que el lenguaje es una construcción racional, lo que queda por dilucidar es cuál razón es más robusta: si la de los defensores de un lenguaje que busque una mayor sensibilización hacia grupos vulnerables o la de los defensores de una ortodoxia que emana de una autoridad.
Pero la institución del lenguaje no es una construcción racional. El lenguaje es una institución de carácter espontáneo; evoluciona gradualmente mediante reglas y convenciones que sus usuarios están dispuestos a aceptar. No es fruto del diseño de nadie. Quienes patrocinan el lenguaje inclusivo están cometiendo el error de suponer que pueden construir conscientemente el lenguaje de acuerdo a los dictados de su razón.
Cometen la arrogancia de superponer su razón a una institución que cambia de forma descentralizada y sin obedecer la razón de nadie en particular. Si bien algunos matices en formas de expresión particulares pueden ganar popularidad y arraigarse en el hablar cotidiano, como reflejo de un cambio de actitud generalizado entre los usuarios del lenguaje, es más difícil implantar formas de hablar provenientes de un grupo con el cual no todos comulgan.
Quienes invocan que el lenguaje inclusivo es erróneo porque desobedece a los cánones sugeridos por la Real Academia Española están equivocados. Pero quienes patrocinan el lenguaje inclusivo y dicen que el lenguaje es una construcción humana que no ha de obedecer a la RAE, también están equivocados. Ambos piensan en el lenguaje como una construcción racional. Y no lo es, aunque nuestra capacidad de razonamiento racionalice los porqués de sus reglas gramaticales y formas de expresión.
La importancia de las instituciones de carácter espontáneo es que son el resultado de la experimentación con propuestas rivales de acción que originan el descubrimiento de las soluciones más adecuadas a un problema. Son mecanismos heurísticos. El mercado también es una institución de carácter espontáneo. En él convergen distintas propuestas de acción. Una propuesta de acción tiene éxito cuando pasa la prueba del mercado, cuando responde a los deseos de los consumidores. Si un vendedor de sopa intenta vender una sopa de tomate con azúcar que no es apetecible por los consumidores, el mercado responde con una negativa a su propuesta.
Hay cosas que sabemos que no sabemos. Son cosas de las cuales tenemos una ignorancia consciente. Yo sé, por ejemplo, que no sé nada de física cuántica. Y hay cosas que no sabemos que no sabemos; es decir, hay cosas de las cuales tenemos una ignorancia radical. Sólo mediante la experimentación que permite una institución de carácter espontáneo, vamos despejando aquello que no sabíamos que no sabíamos. Podemos encontrar soluciones no sospechadas a problemas cotidianos. He aquí una de las razones para proteger y defender la espontaneidad de instituciones como las del lenguaje. Nadie imaginó nunca que una palabra de uso coloquial como “chingón” serviría en el hablar mexicano para referirse económicamente a una serie de situaciones, personas y acontecimientos de todo género. Fue el proceso evolutivo del lenguaje lo que permitió que esa palabra arraigara como lo hizo en el lenguaje mexicano.
La hostilidad de algunos detractores del lenguaje inclusivo, como yo, no proviene del rechazo de propuestas novedosas de experimentación con el lenguaje. Proviene de una respuesta a la arrogancia que suele inspirar a quienes no perciben los límites de la razón en la construcción de instituciones que sirven necesidades humanas. La arrogancia es peligrosa porque puede vulnerar los mecanismos heurísticos de los cuales depende nuestra sociedad para encontrar soluciones eficientes a problemas cotidianos.
Es probable que la idea del lenguaje inclusivo pase a la historia como una novedad fugaz de una generación preocupada por brindarle a la sociedad un medio para contrarrestar actitudes machistas y sexistas. Pero si tiene éxito, que lo tenga por méritos propios y no por la imposición arrogante de unos cuantos.